En un artículo anterior ya comenté algunos aspectos de la Ley de Morosidad, si bien, en este artículo pretendo desgranar la Ley para que os quede clara a todos.
De primeras, la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, comenzó con mal pie debido a que entró en vigor dos años más tarde de lo que se preveía en la Directiva Comunitaria en la que se basa dicha Ley. Aunque 4 años después, no es más que una mera anécdota.
El objetivo de la Ley es “combatir la morosidad en el pago de deudas dinerarias y el abuso, en perjuicio del acreedor, en la fijación de los plazos de pago en las operaciones comerciales que den lugar a la entrega de bienes o a la prestación de servicios realizadas entre empresas o entre empresas y la Administración”. Es decir, cortar de raíz los efectos negativos que la morosidad supone a las empresas, ya que en muchas ocasiones (sobre todo si hablamos de Pymes) la morosidad es uno de los principales factores que llevan a una empresa pasar verdaderos apuros financieros e incluso a cerrar, puesto que esos impagos suponen una merma importante de liquidez a corto plazo que imposibilita que la empresa haga frente a sus deudas corrientes.
Tanto la Directiva Europea (Directiva 2000/35/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 29 de junio de 2000) como la Ley pretenden establecer medidas que endurezcan los impagos, que coarten al deudor antes de convertirse en moroso, que protejan al vendedor y que, sobre todo, acorten los plazos de los pagos, que en España sobrepasan con creces los límites impuestos por la Ley, que estipula 30 días fecha factura para los pagos entre empresas y 60 días para el caso de la Administración Pública. Aunque obviamente, si las partes acuerdan otros plazos que no vulneren la Ley, podrán hacerlo. De esto se desprende que esta Ley excluye cualquier operación comercial en la que intervengan consumidores particulares. Sólo atañe a operaciones empresa-empresa o Administración-Empresa.
En concreto, el art. 4 de la Ley establece el plazo máximo de pago (siempre que no haya un acuerdo entre las partes) en los siguientes términos:
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30 días después de la fecha en que el deudor haya recibido la factura o una solicitud de pago equivalente.
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Si la fecha de recibo de la factura o la solicitud de pago equivalente se presta a duda, 30 días después de la fecha de recepción de las mercancías o prestación de los servicios.
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Si el deudor recibe la factura o la solicitud de pago equivalente antes que los bienes o servicios, 30 días después de la entrega de los bienes o de la prestación de los servicios.
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Si legalmente o en el contrato se ha dispuesto un procedimiento de aceptación o de comprobación mediante el cual deba verificarse la conformidad de los bienes o los servicios con lo dispuesto en el contrato y si el deudor recibe la factura o la solicitud de pago equivalente antes o en la fecha en que tiene lugar dicha aceptación o verificación, 30 días después de esta última fecha.
En el caso en que el deudor no satisfaga la deuda vencida dentro de los plazos establecidos, el deudor incurrirá en mora y automáticamente la deuda empezará a generar intereses de demora. La Ley establece que el acreedor tendrá derecho a dichos intereses de demora siempre cuando ocurran estas dos circunstancias:
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Que haya cumplido sus obligaciones contractuales y legales.
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Que no haya recibido a tiempo la cantidad debida a menos que el deudor pueda probar que no es responsable del retraso.
Si se dan dichas circunstancias simultáneamente, entonces la deuda empieza a generar intereses de demora, que serán los que estén pactados en el contrato o bien el tipo de interés legal de demora en operaciones comerciales que se calcula semestralmente como el tipo de interés aplicado por el Banco Central Europeo a su más reciente operación principal de financiación efectuada antes del primer día del semestre natural de que se trate más 7 puntos porcentuales. Para este segundo semestre de 2008, el tipo de interés de demora está establecido en el 11,07%.
Además de estos altos tipos de interés, el deudor (si así lo reclama el acreedor) también deberá hacer frente a los costes de gestión de cobro que haya tenido que pagar el acreedor (obviamente, aquellos gastos que pueda justificar). Aunque la Ley establece un límite máximo para estos gastos del 15% de la deuda si ésta es mayor de 30.000 euros, o del equivalente al valor de la propia deuda si es menor de dicha cantidad.
Por último, la Ley dedica sus últimos dos artículos a las cláusulas abusivas y a las de reserva de dominio. Las primeras hacen referencia a que si en un contrato alguna de las cláusulas es perjudicial para el acreedor (en contraposición a lo que dice la Ley) será considerada abusiva y anulada, quedándose amparados los preceptos de dicha cláusula a lo que establezca la Ley. Evidentemente, será un juez quien determine la “abusabilidad” de las cláusulas.
La cláusula de reserva de dominio es aquella condición contractual (acordada por ambas partes) en la que el vendedor se reserva la propiedad de los bienes que hubiera vendido hasta que el comprador abone la totalidad del precio convenido. De esta forma, si nosotros vendemos una máquina por 50.000 euros y a vencimiento sólo nos han pagado 40.000, por Ley la máquina sigue siendo mía, y no del comprador. Y para ello, la Ley nos permitiría conservar la documentación acreditativa de la titularidad de los bienes, que entregaremos al comprador en el caso del pago total del importe del bien.
Y esto es todo lo que la Ley de Morosidad da de sí. Que parece mucho, pero que realmente no hace nada, vistos los datos de morosidad actuales.
Y yo me pregunto que si existe esta Ley tan perjudicial para el moroso, ¿por qué sigue habiendo tanto (y cada vez más) moroso? ¿Tú qué opinas?
Una respuesta a “La Ley de Morosidad”
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